viernes, 29 de mayo de 2009

EL CONTROL DE LAS ARMAS DE FUEGO...


La criminalidad sigue creciendo.

El control de armas de fuego, sólo otro negocio del Estado
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El Plan Nacional de Control de Armas de Fuego encarado por el Gobierno Nacional con la intención de reducir la delincuencia, demuestra que los funcionarios continúan ignorando que las armas no son culpables por el aumento de los delitos, sino el hambre, la desocupación, la marginalidad y las injusticias. Porque hasta ahora, con este plan sólo consiguieron desarmar a la gente honrada y pagar dinerales por armas que en la mayoría de los casos no servían para nada, mientras los crímenes, especialmente en Buenos Aires, aumentaban hasta alcanzar proporciones aterradoras.
Hoy, que con otra medida inconducente se trata de reducir la edad para la imputabilidad de los menores, nadie consideró que los jóvenes que no pueden estudiar y que no tienen trabajo ni futuro, no sólo delinquen para subvenir sus necesidades, sino que al hacerlo se desquitan de una sociedad que los maltrata y que los ha despojado hasta del derecho a la esperanza.
Los autores de este engendro legal nunca entendieron que no son las armas las que matan, sino quienes las emplean. Tal vez lo sepan ahora que la ley redujo drásticamente las armas de fuego, sin que por ello se redujera la criminalidad, lo cual podrían haber descubierto más rápido y a menor costo averiguando que este método se intentó antes en muchos países pero nunca ayudó a bajar las estadísticas criminales.
Esta ley puso nació impulsada por la matanza atribuida a Martín Ríos, un loco que anduvo tirando tiros por las calles y mató al chico Alfredo Marcenac. O sea que las actitudes de un loco, entiéndase bien: uno solo, un solitario que ejerció su insanía en forma trágica, fue suficiente para que el Gobierno procure regular la conducta de miles de personas que no son locas y que jamás cometieron un delito.
Parece una perogrullada decir que para reducir la delincuencia hay que disminuir el número de delincuentes. Y también es una obviedad sostener que para ello hay que atacar las razones que inducen a la delincuencia y no las armas, que apenas son las herramientas usadas para delinquir y no la causa del delito. Si al delincuente le quitan el arma de fuego, utilizará otra cosa, pero delinquirá si tiene el propósito de hacerlo. En ese sentido, vale la pena recordar que según las estadísticas, mueren muchas personas a cuchilladas por cada víctima de un disparo.
Con el actual criterio, después de reducir las armas de fuego ¿qué seguiría? ¿Prohibirán los cuchillos, las tijeras, los destornilladores, los martillos y las sogas? ¿O tal vez los vehículos, que causan más muertes que las armas? Este despropósito es suficiente para demostrar el error de tomar medidas que pasan por alto lo esencial, pues atribuye al arma una capacidad exclusivamente humana.
Debe entenderse que el asesino decidido a matar, matará aunque no tenga un arma de fuego. Lo hará con cualquier objeto contundente, o con la corbata del funcionario que cree que sólo los revólveres matan. Por lo tanto, acabar con los criminales es un problema mucho más complejo que tratar de combatirlo con la infantil reacción gubernativa de controlar las armas de fuego, que, por lo demás, ya están suficientemente controladas.
Tal vez convenga aclarar en tal sentido, que para registrar un arma de fuego son necesarios largos y complejos trámites que cuestan mucho dinero y que deben repetirse cada cierto tiempo, lo que parece ser el verdadero objetivo de esta medida, ya que sacarle plata a los legítimos usuarios es hasta ahora el único resultado que ha dado la vigencia de la ley.
También es capcioso explicar que deben buscarse las razones del crecimiento delictivo en las injusticias sociales que causaron tanta desocupación y pobreza. La criminalidad se incrementó fundamentalmente por la miseria debida a la falta de trabajo, por la marginalidad de miles de personas alcanzadas por los despidos causados por las privatizaciones, quienes fueron compelidas de la noche a la mañana a pasar de una vida digna a una subsistencia de privaciones y de permanente angustia.
A poco que se analice, se comprobará que esta ley sólo apunta realmente a sobrecargar de exigencias a quienes tienen sus armas registradas, o sea a tiradores deportivos, coleccionistas y cazadores, porque los funcionarios no tienen modo de saber quiénes son los que tienen armas sin registrar. Lo único que se consiguió con las exigencias del RENAR es incrementar el contrabando de armas y municiones, porque los delincuentes compran cualquier cosa, desde metralletas hasta chalecos antibalas, en un mercado negro exacerbado hasta el delirio por las trabas oficiales. Pero es absurdo suponer que los asesinos registrarán las armas con las que cometerán sus asesinatos. Y en eso, precisamente, radica la principal falla de cualquier sistema que pretenda reducir el delito controlando las armas de fuego.
Para colmo, esta ley, como ocurre con casi toda disposición adoptada en la Argentina, ignora el federalismo y otorga a los funcionarios de Buenos Aires exclusividad absoluta para resolverlo todo, reduciendo el papel de las oficinas provinciales del RENAR al de meras receptoras de solicitudes. Por eso, cabe recordar que el loco Ríos, el asesino de Marcenac, poseía una pistola calibre 40 legalmente autorizada por los mismos burócratas que se atribuyen la facultad de decidir quien puede ser legítimo usuario en el país.
Así, merced a esta Ley sólo se aumentó la indefensión de la gente ante una delincuencia que crece y una policía que no da abasto para asegurar la seguridad pública. Su vigencia significó darle más pasto al caballo para que adelgace, lo cual, además de una ingenuidad, sólo resultó un buen negocio estatal a expensas de los usuarios legales.
Francisco Zamora
(Semanario Redacción, Salta, Argentina)

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