lunes, 1 de junio de 2009

HISTORIAS DE BARRIO

Una experiencia con anarquistas

Por aquellos años vivió en el barrio don Apolinar Ergueta, un español de cabello canoso y barba blanca que cuidaba con esmero no distante de la coquetería.
De contextura delgada, nervudo y fuerte, aparentaba cincuenta años de edad, pero en verdad ya casi alcanzaba los setenta.
Tenía ojos azules y una mujer, doña Elvirita, que se miraba en ellos. Era carpintero don Apolinar, y en el fondo de su casa, en el que se erguían dos enormes moreras -una que daba frutos negros y blancos la otra- , solían reunirse en las siestas los changos a juntar moras que, en baldes, llevaban a su casa para que la mamá las volviese dulce. Don Apolinar disfrutaba de esa bulliciosa compañía.
Fue allí, una de esas tardes, donde el vate (todavía en ciernes) Acuña escuchó por primera vez hablar de anarquismo.
El dueño de casa recibía, casi todos los días, a un grupo de gente que, a los muchachos, les parecía extravagante. Los visitantes, en su mayoría, eran españoles e italianos. Vestían ropa de trabajo y eran corteses y hablaban en voz baja, por lo general. En ocasiones alguno de ellos levantaba la voz y pronunciaba frases que al vate le sonaban a declaraciones de guerra.
Un día el chango Oscar Acuña, futuro fatigador de sonetos de amor, se animó a preguntar quiénes eran esos señores.
Don Apolinar, sonriendo, le contestó: Son mis amigos anarquistas.
Y el vate, en babia, quiso saber más: - ¿Qué son los anarquistas? ¿Son carpinteros como usted? ¿Qué fabrican?
Don Apolinar ensanchó su sonrisa: - Algunos son carpinteros como yo; otros son albañiles, o mecánicos. Los hay también empleados del ferrocarril… ¿Sabés qué fabrican? Pues, todos fabrican esperanza.
El vate abrió así la boca. - ¿Esperanza de qué, para qué?
De un mundo mejor, para felicidad de todos los hombres del mundo, le explicó don Apolinar Ergueta.
El vate se fue con sus amigos que, mientras él conversaba con don Apolinar, aprovecharon para seguir comiendo moras.
El Negro Luján le preguntó qué le había dicho don Apolinar. - Nada, sólo hablamos de anarquistas…
El Payito Martínez saltó: ¿Anarquistas? A esos los meten presos. Dice mi tío Efraín que esos cosos tiran bombas, y que no creen en Dios y matan a los curas…
Y al otro día el vate corrió a preguntarle a don Apolinar si lo que dijo el Payito era cierto. - Mirá chango, entre los anarquistas hay de todo: violentos y pacíficos, que son los más. Los anarquistas luchan por derrotar a las injusticias y a la explotación de los hombres por otros hombres, y por el Estado. ¿Sabés qué es el Estado? Bueno. Aquí, entre nosotros, no hay violentos. Te invito a que me acompañes mañana sábado a la Plazoleta Antofagasta, en la Estación. Habrá un acto anarquista. Verás que no son tan malos como los pintan.
Y el vate fue. La plazoleta estaba como de fiesta. A un costado, un hombre, con una víbora grandota enroscada en su cuello, trataba de convencer a los muchos curiosos que comprasen sus productos. Más allá, una veintena de hombres, y una o dos mujeres con sus críos, se juntaba alrededor de una pequeña plataforma.
A ella se subió un señor que al vate le cayó simpático. - Ese es don Juan Riera, el panadero. Oirás lo bien que habla. Prestá atención, le dijo don Apolinar. Y el orador, con voz clara y serena, fue enumerando las desdichas del obrero generadas por los poderosos de la tierra. Habló de las reivindicaciones obreras, del ideal libertario, fustigó a las guerras y a sus aprovechados hacedores, habló sobre la nefasta injerencia del Estado en la vida de los pueblos y de los individuos, etcétera.
Después habló otro, y otro, y otro. Todos aplaudían con entusiasmo y gritaban cosas que al vate le parecían estar dichas en otro idioma.
No hubo ningún incidente, y el acto terminó cuando los presentes cantaron una canción que al vate le pareció hermosa, pero cuya letra no entendió porque estaba distraído atendiendo otras cosas.
De regreso a casa, don Apolinar le preguntó si le había gustado. El chico dijo que sí, que le había gustado mucho. - Sobre todo el hombre de la víbora. ¿Vio qué bárbaro? La tenía envuelta en el cuello! ¿Y si lo picaba?, dijo.
Don Apolinar optó por silbar un aire de su tierra. Y continuar caminando.



LUCAS DALFINO
Semanario Redacción, 30/05/09, Salta, Argentina

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