jueves, 26 de marzo de 2009

HISTORIAS DE BARRIO

Crónica de una aventura

Decían del vate Oscar Acuña que era un tipo “sin abuela”. Puede ser que así haya sido, pero lo que sí tuvo, y le consta a este cronista, fue un abuelo de antología. Era italiano, de la Toscana, y desde que llegó como inmigrante a la Argentina, mejor, desde que se afincó en Salta, se casó y nació su única hija, Elvirita, no volvió a hablar en su idioma natal. Por supuesto, hablaba en cocoliche que él afirmaba que era “argentino”: “Io parlo lo aryentino” , decía.
Don Luiggi, que así se llamaba, tenía el oficio de maestro fideero, y ya jubilado uno de sus pasatiempos preferidos era arrellanarse en su sillón hamaca frente al gran ventanal de su casa, y desde allí charlar sobre bueyes perdidos con el ocasional conocido que pasaba. Al crepúsculo, lo llamaba al vate – por ese entonces un muchacho de 11 o 12 años – que estaba siempre cerca del nono, y lo mandaba a comprar un vino morao Coll en el almacén de don Nicolás Chirimbas.
Su otro entretenimiento era gastarle bromas a su mujer, doña Eloísa, una valenciana petisita, de pocas pulgas, fanática peronista, que dividía su tiempo, casi en partes iguales, entre la Unidad Básica y la cocina.
Don Luiggi, por ejemplo, solía invitarla, a los gritos, desde su sillón: - ¡Eh! vieca, vestite que vamo a lo cine! ¡Prisa, prisa!
Y doña Eloísa se vestía presurosa, y ya lista se presentaba frente a su marido que, lo más pancho, continuaba contándole aventuras imaginarias a su nieto.
Con los brazos en jarra, la buena señora lo enfrentaba: - ¿Puede saberse qué haces tú aquí todavía sin haberte arreglado para ir al cinematógrafo?
El viejo, haciéndose el burro: - ¿A lo cine? ¿Io? ¿Cuándo? ¿Usté capicha, bambino?, le preguntaba al vate que, digno nieto de tal abuelo, respondía: - Me estoy enterando… ¿La abuela se va al cine, y sola?
La valenciana daba media vuelta y se iba hirviendo de indignación. Lo más gracioso o lo más triste era que doña Eloísa caía una y otra vez.
Don Luiggi, hombre pesado y ya con la vejez casi encima, se lamentaba de no poder ir, como hasta hace pocos años, a caminar por ahí. Ahora sus piernas no le ayudaban.
El vate tuvo, entonces, una idea: - Oye, abuelo, ¿por qué no te comprás una bicicleta? Yo te enseñaré a andar, así podrás pasear a tu gusto.
Al viejo le pareció una muy buena idea. Se compró una “Torpado”, importada de Italia, hermosa y fuerte. Alegraba los ojos verla.
Y el vate se puso en la tarea de enseñarle a andar en ella. Pero la empresa se hizo difícil pues don Luiggi no daba pie con bola, mejor dicho, pie con pedal. Le resultaba casi imposible mantener el equilibrio más de 5 o 10 metros sobre el machinato. ¡Y al suelo!
Así una y otra vez. Ensayaban todos los días, y todos los días fracasaban. Al cabo de un mes decidieron abuelo y nieto darse por vencidos.
Don Luiggi regresó al sillón hamaca a charlas con sus vecinos y el vate a escuchar las historias que el viejo le contaba. Y los dos a reírse de las ingenuidades de doña Eloísa.
Se lo notaba nervioso y un poco molesto a don Luiggi que, en ocasiones, miraba a hurtadillas a la bicicleta que había quedado apoyada en una pared del comedor.
Una mañana le dijo a su nieto que quería probar si ahora podía andar. Llevaron la bicicleta a la calle; subió don Luiggi en ella, y comenzó a pedalear. Anduvo 10, 15, 20 metros… ¡Ahora se cae!, pensó casi en voz alta el vate. Pero no. El viejo siguió andando y andando. A las dos cuadras se dio vuelta y saludó con la mano en alto al vate que, en medio de la calle, no salía de su asombro. Don Luiggi dobló hacia el sur, y el vate, temiendo lo peor, corrió tras de él. Al llegar a la esquina por la que había doblado, vio cómo su abuelo se alejaba sin problemas, pedaleando como un experto.
Al mediodía no había regresado aún. Comenzaron a preocuparse. El vate había dado aviso a sus padres, y doña Eloísa abandonó la Unidad Básica (¿o era la cocina?) para sumarse a sus afligidos parientes. Llegó el anochecer, y nada. Ya habían alertado a la policía que empezó a buscarlo.
El amanecer los encontró desvelados y desesperados. Un agente venía cada tanto a comunicarles que la búsqueda no daba resultado todavía. Con el nuevo día los vecinos se hicieron presentes, como si fuese un velorio.
A las 12, y cuando “nadie ya lo esperaba”, como dijo después doña Eduviges, un vigía oficioso anunció ¡Ahí viene, ahí viene! Salieron en bandada a la calle justo cuando don Luiggi, sonriente y aplomado, estacionaba la “Torpado” y se bajaba de ella con un saltito.
Desdeñando preguntas y recriminaciones, el viejo puso su mano sobre el hombro de su nieto y juntos entraron en la casa. - ¿Adónde estuviste abuelo?, quiso saber el vate. Y el viejo, guiñándole un ojo, le prometió: - Después te cuento, hijo.
Y lo dijo en perfecto castellano.
LUCAS DALFINO
(Semanario Redacción marzo 2009)

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